Tierra Colombiana
Texto: Juan Esteban Constaín
Fotos: Santiago Harker
El fotógrafo Santiago Harker logra en este libro —con un soberbio prólogo de Juan Esteban Constaín— plasmar algo que es supremamente difícil en su técnica pero que la tierra colombiana tiene a manos llenas: su ritmo. Una cuidadosa selección de imágenes inéditas de los más distintos puntos de nuestra geografía nos muestran un país rico en tonos, en texturas, en colores, en claroscuros… que solo el “ojo mágico” de Harker puede captar. El milagro del agua está presente y “suena” a lo largo de estas casi cien páginas, recordándonos que es la principal riqueza que tenemos y que debemos cuidar.
Tierra Colombiana es también un llamado —por medio de la belleza de las imágenes— a ser conscientes que estamos en un país infinitamente diverso pero frágil y asediado, que aquí no es solo que “se dan” las cosas, sino que hay que preservarlas y defenderlas para que ese sonido de los verdes y coloridos paisajes sea la herencia mayor que dejemos a las futuras generaciones.
“El conde de Keyserling, un filósofo alemán de principios del siglo pasado que en su época mucha gente leía y del que hoy ya casi nadie se acuerda, así es la vida, dijo que Sudamérica era como el mundo en el tercer día de la creación: un convulso prodigio de belleza y misterio, una especie de abismo inabarcable desbordado por sus ríos, sus montañas, su cielo y su sol. Keyserling hablaba de la "poesía de la soledad" que brota por todos los poros del nuevo mundo, en especial el nuestro, el de esta 'América Ladina' que un día celebró y describió como nadie Germán Arciniegas: todo aquí parece de verdad que estuviera en un momento augural e inédito de la creación, a punto de consumarse ya pero también en la víspera exacta de que ello ocurra. En términos aristotélicos, el paisaje de estas tierras que somos nos muestra el instante en que las cosas pasan de la potencia al acto.”
“Eso es quizás lo más conmovedor y alucinante de las fotos de Santiago Harker de este libro Tierra Colombiana que en ellas hay como una especie de "movimiento', en ellas todo está ocurriendo o va a ocurrir. Son fotos bellísimas, por supuesto, tan bellas que parecen pintadas por un gran poeta que sabe pintar; y acaso lo sean. Pero no es solo su
belleza lo que nos maravilla, sino la fuerza profunda y abrasadora que todas ellas irradian. Veo la primera, por ejemplo, y casi al azar es la Sierra Nevada de Santa Marta entre la bruma y las nubes vista desde lo alto, diría uno que en el crepúsculo de la mañana, aunque también por la luz podría ser el de la tarde. Ya ahí hay una historia y un enigma: ¿Cuál era la hora del mundo cuando Santiago Harker tomó esa foto tan bella? No lo sabemos y tampoco importa porque luego reparamos, muy rápido, en la composición de esa
imagen que nos pasma y nos deja sin palabras, como si estuviéramos asistiendo a ella. Y de hecho estamos asistiendo a ella, esa es otra gran virtud que tienen las fotos de este libro, que nos adentran en el momento mismo en que ellas fueron concebidas y ejecutadas y fijaron de manera perfecta la totalidad, la grandeza, la hermosura de ese lugar y ese instante que ahora nosotros también podemos ver.”
“En este caso de la Sierra Nevada de Santa Marta el cielo tiene (o es) como un manto ocre y ambarino, su presencia luminosa lo tiñe todo, hasta las montañas, escarpadas y oscuras como si fueran de bronce. Pero un haz las atraviesa, una nube o una ráfaga de viento. Es allí donde parecería que la foto está en movimiento, es así como la vemos ocurrir.”
“Sigo al azar por las fotos de este libro maravilloso y me encuentro, en la página 19, con el cañón de río Gualí en el Nevado del Ruiz: parece más bien una imagen del planeta Marte, como esas que ahora podemos ver cada vez más y mejor gracias a las naves que envía la NASA y que lo están colonizando y revelando en todos sus matices, texturas y colores. Pero aquí, en esta foto, lo que me conmueve de nuevo es el movimiento, el río que se precipita y que cae y en el que vemos el tumulto de sus aguas no como un hecho estático, que es de lo
que se trata la fotografía como arte, supongo, sino su vigor, su violenta andadura que se ve allí como un torrente blanco entre la espesa niebla del cielo, arriba, y el lecho rocoso y rojo del volcán que de verdad parece que fuera de Marte.”
“No nos bañamos dos veces en el mismo río, decía un filósofo griego, y al ver esta foto sentimos de inmediato la nostalgia de no habernos bañado jamás en el que ella nos regala y nos revela justo cuando va a seguir de largo. Para quien tenga y ejerza eso que el inolvidable Franco Volpi llamaba de la mano de Nicolás Gómez Dávila, la "razón erótica", esta foto puede ser una fuente inagotable de motivos y especulaciones, un tesoro.
Lo que pasa es que mira uno la de al lado, la página 18, y el contraste es estremecedor: el paisaje marciano se vuelve como un campo santo prehistórico, un ardoroso cementerio de dioses pétreos que es como si estuvieran allí clavados y lo poblaran de pie, entre la vegetación que los recubre y les da vida. Parecen falos, también, por si alguien quiere seguir al acecho de la razón erótica: falos delgados y emplumados y porosos, aunque creo
que son cactus, no sé, y uno querría soplarlos como si fueran un diente de león.”
“En la página 30 hay una foto de Guaitarilla, Nariño: el pasto es todo amarillo porque debe de ser un trigal y al fondo lo atraviesa, a contraluz, el contorno de una montaña, la mitad de ella. Luego hay un par de colinas, ya iluminadas, bruñidas. Y lo mejor es que de una de ellas, como si fuera un volcán, nace un arco iris o allí cae, porque también parece que estuviera lloviendo desde el cielo. Es increíble que algo así exista, esta foto es más bien el testimonio de un milagro. Pero si uno aguza la mirada se da cuenta de que el milagro es otro, quizás, el de quienes viven en esas casas que se alcanzan a ver a la izquierda y a lo lejos, apenas insinuadas. Hay gente que todos los días se levanta y lo que ve es eso: un trigal, una montaña y un arco iris.”
“Sigo al azar, es inevitable, y en la página 42 hay una foto del desierto de la Tatacoa, en el
Huila. Parece una ciudad de la 'Arabia Deserta', parece un reino al que uno va llegando y detrás de cuyas puertas hay un palacio -al fondo se ve, a la izquierda- y también en el cielo hay un arco iris. En la página 43, allí mismo, estamos en la retaguardia del reino: su ejército sale a custodiarlo, son unos pequeños soldados verdes en pie de lucha. Al fondo hay un
santuario y una cruz. En realidad son cactus y uno podría abrirlos y comérselos con la convicción de que son una sandía espinada, pero lo importante es que es otra civilización: un viaje a ese lugar no es un viaje en el espacio sino en el tiempo, estas fotos son un detonante narrativo que nos permiten fantasear con el paisaje colombiano.
Basta ver la página 45, tras alejarnos del reino antiguo de la Tatacoa. Ahora estamos en Purificación, Tolima, y más que una pintura la foto que vemos es un grabado del siglo XIX: una de esas escenas de un libro como el de Pierre D'Espagnat, Recuerdos de la Nueva Granada, por ejemplo, con un hombre en su chalupa listo para atravesar el río. Lo impresionante aquí son los colores, porque en el siglo XIX la vida era todavía en sepia o blanco y negro.”
“En esta imagen, en cambio, el río parece y es un espejo: los árboles tupidos de la otra orilla se reflejan en él como una invitación y una promesa, porque es lo que son, y en el primer plano hay un prado cubierto por el follaje de un árbol solitario y único que parecería estar removiendo con un brazo sus propias raíces; si no es así, ese árbol está recostado en un bastón: años enteros, siglos, de ver pasar el destino de la gente siempre desde el mismo lugar. Su presencia imponente allí es también una presencia compasiva y bienhechora, la de un anciano que observa con cariño a los demás. Eso parece ese árbol: un anciano contemplativo y sabio que ve cómo su hijo, o un amigo, se va a embarcar por fin. Dos páginas después, en la página 47, está el famoso Caño Cristales en el Meta: una cascada de aguas puras desemboca en un cráter. Al lado derecho, el fondo del río es todo rosado; al lado izquierdo, un dinosaurio asoma su hocico, su mirada es escéptica y provocadora, a decir verdad. Es probable que ese sea el paraje que busca el hombre de la página 45; al acecho de su rastro se está embarcando, el árbol lo mira con nostalgia y orgullo.”
“En la página 50 vemos al río Caquetá (supongo que es el río Caquetá: no solo me quía el azar sino también la intuición y la ignorancia, y la fascinación ante estos paisajes y estas fotos que los eternizan) en un baile enloquecido: sus aguas se derraman luego como leche por entre las enormes rocas cubiertas de lama y de musgo. En la página siguiente, la 51, el mismo río desciende apacible y cansado, atraviesa un promontorio que vemos desde arriba y en el que hay un orificio de agua: un cráter refulgente en el que se refleja una nube.”
“Vean la página 53, vean el río Tuparro: la arena es un remanso en el que esas piedras pulidas y bañadas se recuestan a tomar el sol. Parece ese cuadro que se llama Un baño en Asnières, de Seurat, solo que mucho mejor. En la página 61 se ve el raudal de Maipures; también se ven las huellas de un gigante que estuvo allí, vio arrobado al cielo, y luego siguió su camino. Es el mismo cielo de la página 62, solo que a otra hora: el río Tuparro parece un observatorio astronómico, abajo se alcanza a ver el contorno de la Tierra.”
“La foto de la página 70 es juanchaco, en el Valle. Una enorme cueva, una boca abierta desde cuyas fauces se ven el cielo y el mar Pacífico. Parece también el fondo de una ballena, se puede oír su soledad. La misma soledad del célebre puente de Boyacá que aquí está en la página 78: la cuna de la patria -aunque Miquel Antonio Caro decía que ero
la biblioteca de Antonio Nariño-, diminuta y casi de juguete. ¿Cómo es posible que allí cupiera toda esa gente que luego decían las crónicas que estuviesen en la batalla de agosto de 1819? Nadie lo sabe, nadie lo cree. Bolívar se adelantó hacia Bogotá para dar la noticia de la victoria. Iba lento en su caballo, colgado de él como si en vez de ganar hubiera perdido; iba oscuro bajo la noche, como dice Virgilio en la Eneida. Y cuando estaba por
llegar a la ciudad se lo cruzó el general Hermógenes Maza, que lo confundió con un español y se le fue, lanza en ristre, a matarlo. Bolívar apenas lo vio con desdén y desprecio y le dijo: "No sea pendejo", y siguió de largo. ¿Qué hubiera pasado si Hermógenes Maza mata al Libertador ese día? Nadie lo sabe, nadie lo cree. Hay en este libro fotos inconcebibles: una de la laguna del Otún que parece invertida: se ven los árboles desnudos y raquíticos, el agua azul y límpida, la tierra arriba amarilla y de arena. Si uno le diera la vuelta (el lector bien puede hacerlo, en la página 17) quedaría como el cielo que se encuentra en el horizonte con el desierto. Los árboles son ahora rayos y centellas, pero el paisaje es el mismo. No sé por qué nunca nos enseñaron geografía así en el colegio, y si lo hubieran
hecho querríamos mucho más a este país y lo conoceríamos bien, cómo no va a querer y a conocer uno a un país que es capaz de producir estas escenas que cortan el aliento. ¿Es Colombia el país más bello del mundo, como dicen tantos inflamados de fervor patriótico? No lo sé ni me importa, quizás cada quien diga lo mismo del lugar en que nació. Pero algo sí me queda clarísimo al ver maravillado estas fotos de Santiago Harker, y es que no hay ningún país más fotogénico que el nuestro.”
Vean la página 20, no puedo parar en mi recorrido azaroso y feliz: es la laguna de Siecha pero lo que sobresale es un frailejón. solitario y brillante en la sombra, sus hojas son las aspas de una estrella. Vean la página 25, el Páramo de Cruz Verde: yo diría que son chontaduros bañados en aceite pero no, son piedras. Lo impresionante de la imagen, una vez más, es el movimiento, la tracción de un instante que está ocurriendo allí para siempre
y gracias al arte excepcional de quien pudo capturarlo y ahora nos lo ofrece como un objeto milagroso que no nos cansamos de contemplar. Eso logran los grandes fotógrafos, retar el alma de las cosas Santiago Harker sin duda lo es, y este libro es una prueba abrumadora de ello; más que un libro es una joya, rebosante de belleza y de misterio y de colores y texturas. Por donde uno lo abra se va a conmover, vuelvo a decir que hay paisajes aquí tan hermosos y tan grandes que no pueden ser. Es esa poesía de la soledad de la que hablaba el conde de Keyserling, el mundo en el tercer día de la creación. Nuestro mundo, además, nuestro país. De él dijo algún día Juan de Castellanos:
“Hay infinitas islas y abundancia De lagos dulces, campos espaciosos, Sierras de prolijísima distancia, Montes excelsos, bosques tenebrosos Tierras para labrar de gran sustancia
Verdes florestas, prados deleitosos, cristalinas aguas dulces fuentes Diversidad de frutos excelentes.”
¿"Tierra buena, tierra que pone fin a nuestra pena"? Quién sabe. Pero tierra colombiana como no la habíamos visto nunca antes, aquí desplegada desde el principio hasta el final. Un absoluto paraíso, ojalá quienes lo habitamos aprendamos a hacer mucho más para merecerlo.
Texto por Juan Esteban Constaín.