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Arte Colombiano: Surgimiento y Consolidación del Arte Abstracto

Arte Colombiano: Surgimiento y Consolidación del Arte Abstracto


Articulo por: 
Santiago Londoño Velez

Portada Artículo: Guillermo Wiedemann del libro: 

ARTE COLOMBIANO 3.500 años de historia

En la década de 1950, el arte colombiano vivió una apertura a las corrientes dominantes del arte internacional, en particular al arte abstracto, que triunfó internacionalmente después de terminada la Segunda Guerra Mundial, convirtiéndose en paradigma estético del llamado mundo libre. La abstracción fue acogida con entusiasmo por varios de los nuevos artistas colombianos, insatisfechos con la propuesta indigenista del movimiento Bachué y con el neocostumbrismo académico. Esto coincide con un momento político incierto, que desembocó en un golpe militar en 1953, dictadura que dio paso al Frente Nacional (1958-1974), un acuerdo bipartidista que buscó poner fin al cruento conflicto que vivía el país hasta mediados del siglo XX, el constructivismo del uruguayo Joaquín Torres García (1874-1949), ejemplificado con Composición III (1935), no había alcanzado ninguna resonancia entre los artistas colombianos, pero contaba con seguidores en otras latitudes.

De origen uruguayo, Torres García viajó a España a temprana edad con su familia. Estudió en Barcelona, donde experimentó con la pintura, se opuso a la academia artística convencional y fue colaborador de Antonio Gaudí. Viajó a Nueva York donde conoció a Marcel Duchamp y luego regresó a Europa, donde entró en contacto con la vanguardia internacional e hizo parte del célebre grupo constructivista “Círculo y cuadrado”. Después de más de cuatro décadas fuera de su país, regresó al Uruguay a los 59 años. Abrió el Taller Torres García en 1943 y en 1944 dio a conocer en Buenos Aires su célebre “universalismo constructivo”, una corriente totalmente opuesta a la concepción estética de su compatriota Figari. Sus planteamientos, difundidos en su taller y en una revista de corta vida que fundó, atrajeron a los artistas jóvenes más inquietos, quienes encontraron en Torres a un maestro con unas normas propias de diseño, estilo y color. Entre ellos se cuenta a Francisco Matto (1911) y Julio Alpuy (1919), representados con las obras Construcción con animal (1967) y Naturaleza muerta y botellón (1959). En estas piezas se rompe con la perspectiva central, la profundidad se aplana y las figuras se convierten en signos.

Torres García defendió la necesidad de crear un arte enraizado en la cultura americana, si bien en sus creaciones suprimió las convenciones académicas a partir de las enseñanzas de Mondrian, y se convirtió en el pionero del abstraccionismo en Latinoamérica. Elementos tomados del medio urbano, signos de diverso origen (relojes, estrellas, peces, anclas) y alusiones a naturalezas muertas, aparecen ordenados de manera no realista y hacen parte de su vocabulario más reconocido.

En la Exposición de Artistas Jóvenes de Colombia, realizada en 1947, surgieron las primeras manifestaciones de arte abstracto en el país. El pionero de esta corriente fue el pintor bogotano Marco Ospina (1912- 1983), con obras tempranas fechadas aquel año, cuando también publicó su artículo “El arte de la pintura y la realidad”, en el que preconizaba la no figuración como resultado propio de la sociedad moderna. Esta posición planteó una polémica con los bachués, centrados en la figuración tradicional. Los cuadros más característicos de Ospina son aquellos en los que revela la geometría subyacente en el paisaje. De ellos derivó hacia una suerte de abstracción geométrica, en la que conservó referencias a la naturaleza que lo inspiraba. Tal es el caso de Subachoque (1970) y Tunjuelo (1972). Colores planos, simplificación al máximo de la perspectiva y un sentido rítmico de la composición, son recursos típicos presentes en estas obras tardías que ejemplifican una nueva forma de representación. 

Una segunda etapa de la abstracción colombiana se inicia en la primera mitad de la década de 1950, cuando se presentó en la Biblioteca Nacional la primera exposición de obras abstractas, debidas a Eduardo Ramírez Villamizar (1923), la cual tuvo una acogida fría por parte del público y la prensa. A esta muestra la sucedieron otras de artistas como Marco Ospina, Judith Márquez (1929-1994) y Guillermo Silva Santamaría (1922). Para entonces, “(...)el arte abstracto es todavía una aventura y no una moda, como sería algunos años más tarde” (Iriarte, 1984).

“...el arte abstracto es todavía una aventura y no una moda, como sería algunos años más tarde”

Los más constantes y decididos cultores de la abstracción fueron en sus comienzos artistas figurativos. Una vez que adoptaron la nueva escuela, evolucionaron hacia diversas modalidades, especialmente durante la década de 1960, cuando el abstraccionismo se convirtió en la vanguardia del arte colombiano. La colección del Banco de la República tiene variados ejemplos de esta tendencia estética, debido a que su conformación coincidió con el auge de la abstracción. Con un criterio amplio y para fines expositivos, las variantes que se configuraron pueden clasificarse en dos grandes grupos: expresionistas abstractos y abstractos geométricos.

Guillermo Wiedemann (1905-1969) nació en Alemania y estudió en Munich y Berlín. En la década de 1930 recorrió varias ciudades europeas y en 1939, antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial y huyendo del nazismo, decidió viajar a Colombia animado por su amigo el fotógrafo e ingeniero Otto Moll (1904-1994). Entró por el puerto de Buenaventura, donde se encontró ante una naturaleza tropical exuberante. Se residenció en Bogotá y comenzó a pintar bajo el impacto del trópico. En 1940 mostró su obra en la Biblioteca Nacional, donde se destacó como colorista. Sus primeras pinturas son un canto a la vida y a las gentes americanas, como se percibe en La Doncella (1941). Hasta 1956 se concentró en la expresión de la naturaleza tropical, en su luz cálida y misteriosa, y en el mundo de los negros. una segunda muestra, en 1945, denominada “Motivos tropicales”, estuvo integrada por 63 óleos que fueron el resultado de los viajes de observación a distintos lugares cálidos de Colombia. Tal como escribió Howard Rochester a propósito de la exposición, “...antes que representaciones de mujeres negras y mestizas, antes que documentos del trópico americano, estos cuadros son, seca y triunfalmente, ¡pintura!” (citado en Iriarte et al., 1985). En efecto, el pintor eludió todo elemento psicológico o social y se concentró en las formas, los colores y los efectos atmosféricos que captó con gran sensibilidad.

“...antes que representaciones de mujeres negras y mestizas, antes que documentos del trópico americano, estos cuadros son, seca y triunfalmente, ¡pintura!”

- Howard Rochester

Wiedemann participó en numerosas exposiciones a lo largo de la década de 1950, época en que la figura humana se va generalizando hasta convertirse en conjuntos de color, mientras que el espacio pierde la perspectiva tridimensional y se reduce al plano. En el ambiente artístico nacional, la novedad más importante del momento es el arte abstracto y Wiedemann no será ajeno a esta innovación, hacia la que transita de manera lenta y segura, a partir de una figuración esquematizada y espacios arquitectónicos apenas sugeridos. Ya para 1958 se hace más clara su intención abstraccionista, pues desaparece en su obra toda alusión a la figura humana o animal, vigente en sus primeras obras. El crítico Walter Engel describió los óleos de 1960, así: “...de la abstracción primordialmente decorativa, el artista ha crecido hacia la abstracción trascendental” (citado en Iriarte et al., 1985).

Durante los primeros años de la década de 1960, Wiedemann realizó un conjunto verdaderamente magistral de acuarelas, a las que siguieron óleos y collages con diversos elementos de desecho, obras estas últimas consideradas por Marta Traba como“...un encuentro feliz con la materia, un rejuvenecimiento de la posibilidad expresiva”. piezas como Bloques vivos colores (1962), Formas sobre fondo amarillo (1963) y La Apertura (1964), que hacen parte de una serie que tuvo buena acogida internacional, ilustran muy bien su producción abstracta y las preocupaciones estéticas que lo animaron en los últimos quince años de vida.

WIedemann

Guillermo Wiedemann
Bloques vivos colores / 1962 / Óleo sobre tela

 

Formado inicialmente en el expresionismo alemán, Wiedemann puede considerarse uno de los fundadores de esta corriente en Colombia, desde la que evolucionó hacia una abstracción independizada de la realidad como referente. El Banco de la República es depositario de una parte de su valioso legado, en el cual se puede seguir muy de cerca la evolución de una obra magnífica, plena de color y de conciencia sobre sí misma.

Originario de Alemania, Leopoldo Richter (1896-1984) llegó en 1929 a Colombia, donde practicó la entomología, y a partir de 1955 se dio a conocer como pintor y posteriormente como ceramista. Su interés temático se concentra en motivos indígenas, en los que elude el realismo y prefiere interpretarlos con un lenguaje moderno, tipificado por la libertad formal y cromática. Con frecuencia integra en su pintura elementos abstractos y referencias figurativas, como en Indias con tela roja (1959). Juan Antonio Roda (1921), luego de algunos estudios académicos de arte, se inició como autodidacta a la sombra de los maestros españoles clásicos y posteriormente de Picasso. En 1955 se estableció en Colombia, y desde entonces ganó merecido reconocimiento como retratista y profesor. Aunque en distintas etapas de su brillante carrera ha incursionado en la figuración como pintor y grabador, tal vez es en la expresión abstracta donde se siente más a gusto. Entre Tumba de Agamenón (1963) y Montaña 7 (1988) median veinticinco años, pero en estas obras se encuentra el mismo pintor, ensimismado buscando profundizar en un lenguaje plástico hecho de manchas, líneas, grafismos, gestos y alusiones secretas, cargadas de intensidad poética y sabiduría pictórica. El primer cuadro hizo parte de una serie, expuesta en la inauguración del Museo de Arte Moderno de Bogotá en 1963, con la que el artista buscó desprenderse de las influencias que había adquirido hasta entonces. El segundo cuadro fue pintado después de una larga trayectoria en la que incursionó en el grabado al aguafuerte y realizó distintos conjuntos de óleos, como los titulados “Felipe IV”, “Autorretratos”, “Cristos”, “Ventanas de Suba” y “Flores”. Hace parte de una serie de quince pinturas, inspiradas en las montañas colombianas: “...pero obviamente –según dijo el pintor en 1989– las montañas no son montañas sino que responden a una idea de estructura esencial que se desarrolla en la dinámica del cuadro y alrededor de eso hay un planteamiento de color, un problema de una cierta violencia y tensión”. 

Roda se inició en el grabado en metal en 1970, técnica en la que ha alcanzado gran virtuosismo y extraordinario poder expresivo, debido a la intensidad lírica y simbólica que consiguió en diversas series. Con Retrato de un desconocido (1971), realiza una personal introspección dentro de cierto romanticismo subyacente en los rostros que podrían ser máscaras del artista. Risa (1972) se inspira en una de sus hijas e indaga sobre el contenido de la dicha juvenil, del placer y de la alegría como contraparte de la muerte.

Entre los pintores y escultores que han trabajado en el terreno de la abstracción geométrica, se encuentran Édgar Negret (1920) y Eduardo Ramírez Villamizar. Negret, nacido en Popayán, estudió dibujo, pintura y modelado en Cali, Colombia. En Popayán conoció al escultor vasco Jorge Oteiza, quien había sido contratado como profesor, y que a la postre sería una personalidad fundamental en su formación artística. En 1949 se trasladó a Nueva York, donde descubrió la obra de Alexander Calder. En París abandonó la referencia a objetos concretos que tenía hasta entonces su obra, y en Mallorca comenzó a trazar los fundamentos abstractos definitivos en su estética. Con una beca regresó a Norteamérica, donde estudió el arte mágico de los indios navajos e hizo parte de un grupo de escultores no figurativos que en Nueva York se opusieron a la pintura de acción una obra en la que ya está presente el ensamblaje de módulos metálicos con tornillos a la vista, y que condensa las búsquedas de aquella época, es Mapa (1960). La depuración técnica y la solución de complejos problemas escultóricos se encuentra en Edificio (1967), pieza que hace evidentes alusiones a una poética de la tecnología y de las construcciones humanas, y contiene tensiones externas e internas regidas por la ley de una singular e inspirada voluntad racional. A partir de un viaje a Machu Picchu en 1980, su obra encontró inspiración en las fuentes precolombinas, manteniendo un lenguaje coherente. Tanto el color como la forma se concentran en significados simbólicos de valor universal, dotados de resonancias musicales y religiosas.

 

Édgar Negret
Mapa (de la serie Aparatos mágicos) / 1960 / Relieve en madera y metal

Ramírez Villamizar estudió arquitectura y en un principio fue un pintor expresionista, tendencia frente a la que reaccionó mediante una paulatina simplificación de las figuras, hasta adentrarse en la abstracción geométrica bidimensional, en cuadros como El Dorado No. 2 (1957) y Horizontal verde-azul (1958). Para la época en que produjo estas piezas, su obra había obtenido amplio reconocimiento en Estados Unidos. Comenzó a suprimir el color hasta evolucionar hacia relieves tridimensionales totalmente blancos. De los relieves pasó a la escultura, técnica en la que encontró su expresión más personal. En Ramírez Villamizar, el proceso creativo está dominado por un diseño estrictamente racional, en el que cobran importancia definitiva la composición modular, el ritmo, el balance y un secreto simbolismo sin mayores referentes externos, como en Mural horizontal (1965) y en Homenaje al poeta Jorge Gaitán Durán (1964). Estimulado también por la cultura precolombina y en particular por la cultura incaica, el artista ha producido en su obra más reciente una sobria iconografía, basada en la geometría del rombo y el diamante. Tanto Negret como Ramírez han creado austeras e inspiradas construcciones en metal, en las que el gusto por el orden y el espacio interior cobran especial significado estético, al tiempo que abrieron amplios y nuevos caminos para la escultura colombiana. 

Omar Rayo (1928), luego de un primer período como dibujante figurativo, ha explorado el Op Art de manera muy personal, para producir un trabajo imaginativo, lleno de sorpresas visuales que no excluyen contenidos lúdicos, como en Trío con brío (1965). David Manzur (1929) bajo la influencia del escultor Naum Gabo, desarrolló obras abstractas constructivas basadas en la geometría y, a partir de 1974, retornó a la figuración, con refinadas alusiones personales al arte renacentista. Carlos Rojas (1933-1997) y Fanny Sanín (1935) son pintores que han hecho de la geometría y el color su principal objeto artístico, oponiendo al caos y a la confusión, el orden y la estructura, como en el caso de Paisaje (1972) y Sin título (1973) de Rojas, y Acrílico No. 4 (1986) de Sanín. Entre tanto, Manuel Hernández (1928) evolucionó desde una primera etapa figurativa, ilustrada con Piña Cortada (1960), hacia una abstracción intelectual de formas geométricas suaves, centradas en un simbolismo personal despojado de retórica, que apela a los signos y a la memoria, con sutiles vibraciones y armonías de color, según se observa en Secuencia azul y rosa (1983).

 

 Omar Rayo

 

Omar Rayo 
Trío con brío / 1966 / Acrílico sobre tela.

En el plano latinoamericano, prosperaron manifestaciones del arte cinético producidas por artistas que obtuvieron reconocimiento internacional. Entre los representantes más connotados de esta corriente, puede mencionarse al venezolano Jesús Rafael Soto (1923) y a los argentinos Julio Le parc (1928) y Rogelio polesello (1939). Del primero, quien se ha definido como un artista no objetual interesado en mostrar “el valor abstracto de la estructura pura”, es la pieza Estructura acrílica cinética (s.f.), dotada de elementos móviles que están en función de producir efectos ópticos inesperados, que se modifican según los movimientos que realice el observador. Le parc, por su parte, explora en Composición R-27 (1970) las consecuencias visuales de las ondulaciones y los reflejos metálicos. La pintura Laca Número 7 (1967), de polesello, indaga sobre los resultantes cromáticos de los desplazamientos de tramas de color sobre un plano.

El más irreverente de todos los artistas abstractos colombianos fue sin duda la escultora Feliza Bursztyn (1933-1982), tanto por la condición de los desechos metálicos que usaba, según se observa en Encaje (ca. 1964), como por su actitud libertaria. Su obra introdujo una suerte de anarquía formal en la escultura nacional. Utilizó materiales como chatarra y transformó su materia prima en imágenes cargadas de intenciones, alusiones humorísticas o mordaces, con las que enfrentó de manera crítica la pulcritud racional y el decoro constructivista de la escultura geométrica. “La chatarra adquirió en sus manos”, según Marta Traba (1985), “esa ductilidad y esa suerte de libre asociación fluida indispensables para no convertirla en un amasijo informe y carente de sentido [...] se instala por consiguiente en el escándalo, fronteriza con la indecencia escultórica”.

Posteriormente en tres series tituladas “Las histéricas”, “Las cujas” y “La baila mecánica”, la artista elaboró objetos con movimiento propio mediante motores eléctricos, ubicados en ambientes que incluían luz y sonido. Estas obras tenían un marcado sentido experimental y lúdico que aludía al comportamiento humano, y despertaron múltiples reacciones y percepciones en los espectadores.

“La chatarra adquirió en sus manos”

- Marta Traba

Los fundadores del arte abstracto fueron los responsables de la “puesta al día” del arte colombiano con respecto al arte internacional, justo en un momento en que el país vivió la llamada época de la violencia. Demostraron que era posible crear obras alejadas de las realidades nacionales y de la academia artística convencional, y asimilaron los postulados de las tendencias internacionales. La abstracción adoptó la racionalidad y la sobriedad de la geometría, una lógica de módulos que evolucionan en el espacio, ritmos de color arbitrarios, la libertad del informalismo y la experimentación con el azar, el lenguaje de la mancha y el gesto caligráfico, la espontaneidad expresionista y la poesía de las formas irreales.

Luego de la ruptura introducida por los pioneros, la pintura abstracta contó con un nutrido grupo de seguidores durante las décadas de 1950 a 1970, ampliamente representados en la Colección del Banco, a raíz de las exposiciones que auspició la Biblioteca Luis Ángel Arango. Al respecto, cabe recordar uno de los incidentes más sonados de la época, cuando varios pintores tradicionales, opuestos a la abstracción, se disfrazaron de ciegos y visitaron la exhibición “pintura abstracta de Colombia” en las salas de la Biblioteca en 1958, acto de protesta con el que quisieron dar a entender que allí no había nada que ver.

Entre quienes practicaron una abstracción caracterizada por la libertad formal y la espontaneidad cromática, se cuentan Luis Fernando Robles (1932), con Pintura No. 5 (1956); Michel Cardena (1934, nacionalizado en holanda), con Número 45, obra 56 (1959); Alberto Gutiérrez (1935), con Abstracción azul (1959); Justo Arosemena (Panamá, 1929; en Colombia desde 1955, fallecido en 2001), con Intimidad (1960); Alfonso Matéus (1927), con Abstracción (1961); María Tereza Negreiros (Brasil, 1930; en Colombia desde 1964), con Pintura No. 2 (1961); y Augusto Rivera (1922-1982), con Sin título (1967).

Otro grupo de pintores adoptó elementos terrígenos y alusiones al pasado aborigen, como en el caso de Antonio Grass (1937) en Escudo ritual (1965), y en el de Jorge Riveros (1934) con su obra Chibcha No. III (1973). Entre los artistas que escogieron como punto de partida para su producción abstracta las alusiones a la naturaleza en un sentido amplio, bien sea dentro de la geometría o el informalismo, están: Jan Bartelsman (1916-1998), con Satori (1965); Armando Villegas (Perú 1928, en Colombia desde 1945), con Nacimiento de un meteoro (1965); Álvaro Herrán (1937), con Señal para una galaxia (1966); Nirma Zárate (1936-1999), con Gran bloque de piedra onírica (1967); Beatriz Daza (1927-1968), con Bodegón con flores (1968); Hernando del Villar (1944-1989), con Amanecer (1970); y Édgar Silva (1944), con Eclipse parcial de sol no visible en Colombia (1973).

armando villegas

Armando Villegas
Nacimiento de un meteoro / 1965 / Encáustico sobre madera

 

Olga de Amaral (1932) ha conjugado en el arte del tejido la tradición manual y simbólica precolombina, con referencias a la naturaleza y la aplicación imaginativa de recursos pictóricos del arte abstracto y cinético. Mediante esta suerte de mestizaje, su obra se caracteriza por un despliegue de sensibilidad visual y táctil, y sutiles alusiones poéticas a la memoria ancestral, la magia y el rito, sobrepasando la oposición tradicional entre arte y artesanía.

Olga de Amaral 

Olga de Amaral
Muro tejido No. 98. / 1972 / Tejido con fibras vegetales y animales

Simultáneamente y como en un diálogo callado con los abstractos nacionales, cabe considerar el trabajo de importantes artistas abstractos latinoamericanos que ejemplifican las distintas instancias que ha asumido la no figuración. Ellos son, entre otros, María Luisa pacheco (Bolivia, 1919-1982), con Mallasa (1980); Armando Morales (Nicaragua, 1927), con Pintura (1966); Manuel Felguérez (México, 1928), con Ondulaciones del torso (1967); Vicente Rojo (España, 1932), con Señal antigua No. 10 (1967); Eduardo Mac Entyre (Argentina, 1929), con Construcción amarilla (1969); Milner Cajahuaringa (perú, 1932), con Signo arcaico en trapezoides (1975); Ary Brizzi (Argentina, 1930), con Partición 4 (1971); María Martorell (Argentina, 1914), con Sunya (1971); y Arcángelo Ianelli (Brasil, 1922), con Negro y rojo (1985).

A partir del surgimiento y la consolidación de la abstracción, el arte colombiano verá prosperar diversas tendencias artísticas que se manifestarán con simultaneidad. Ya no existirá, como en el pasado, una academia que unifique la expresión. Bajo el impulso de la crítica Marta Traba, y gracias a la actividad desarrollada por nuevos creadores, el arte colombiano buscará inscribirse, de manera decidida y no sin conflictos internos, en el arte contemporáneo. En adelante, múltiples influencias amalgamadas con la sensibilidad y el talento individual, conducirán a producir obras que traducen las diversas y cambiantes facetas del mundo del momento y de los movimientos artísticos internacionales.

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