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Beatriz Gonzalez

Beatriz González


Artículo por: Carmen María Jaramillo, José Alejandro Cortés

Portada Artículo: Beatriz González

del libro: Beatriz González

 

Hay artistas cuyas obras no admiten indiferencia. Son trabajos que invitan a pensar. La de Beatriz González es una de ellas. En el proceso de reflexión sobre su pintura no solamente constatamos la relevancia de sus temas y el fundamento de sus resoluciones plásticas, sino la independencia, la constancia, pero sobre todo el tesón y la coherencia de su trabajo. Tesón y coherencia que la definen como persona, como artista, como ciudadana, como historiadora del arte, como investigadora, como maestra de maestros. Desde sus primeras exposiciones a mediados de los sesenta, sus lienzos revelaron la sensibilidad, la irreverencia y el humor que en adelante habrían de impulsar su aproximación a las técnicas expresivas, así como su rechazo a las ortodoxias, su afianzamiento en las temáticas locales, sus críticas al establecimiento, su repudio a la violencia, su solidaridad con el dolor humano, su interés por el gusto popular y, a partir de todo esto, su audaz manejo del color y de los materiales. 

 

REINTERPRETACIÓN DE LA IMAGEN PICTÓRICA

 

Una de las vertientes de trabajo de esta artista, durante las décadas del sesenta y el setenta, la constituye la reinterpretación de la imagen pictórica, tal como ocurre con la serie Versión de la rendición de Breda, 1962, de Velázquez, con la serie de Encajeras, tomadas de Vermeer (1963), y con Cortina para el baño de la Orangerie,1978 (versión de Los nenúfares de Monet) o con Mural para una fábrica socialista, 1981 (versión del Guernica de Picasso), entre otros.

 

Beatriz González /Mural para fábrica socialista / 1981 / Esmalte sobre tablex 

 

En buena parte de sus trabajos, González hace visible de qué manera la historia canónica del arte europeo fue recibida por el público local a través de reproducciones, y no mediante una percepción directa. En virtud de este hecho, la escala, color, textura y demás características materiales propias del objeto, desaparecen, y con ellas, su aura. El carácter de original se esfuma, y se entra al terreno de las mediaciones: González sugiere que al situarse frente al facsímil de una pintura europea, el observador se encuentra frente a una ilusión (imagen) de otra ilusión (las formas de representación occidental).

Al reinterpretar estos trabajos mediante la pintura, la artista restituye, en forma irónica, su aura, a la par que busca proyectar la visión que se tiene desde su “provincia”, de la pintura “universal” –léase europea–. A manera de ilustración, la imagen de El almuerzo sobre la hierba, de Manet, es tomada en préstamo para la realización de una enorme tela (Telón de boca para un almuerzo, 1975). La reproducción de la que parte para llevar a cabo su obra, fue encontrada por la artista en la carátula de un fascículo de enciclopedia que se exhibía en una vitrina polvorienta, y que además se encontraba decolorada por el sol.

En este orden de ideas, cabe anotar que los facsímiles de obras de arte a los que hemos tenido acceso –y con mayor énfasis en las décadas del sesenta y el setenta– han sido de calidad dudosa. Incluso, en las ediciones de mayor calidad, lo que se reproduce en la imprenta es la interpretación de una fotografía –que altera el color de la pintura– y no la imagen impoluta de la obra original. Así, cuando la estampa llega a las manos del público, ha sido objeto de una doble mediación –foto e impresión– que desvirtúa cualquier pretensión de verosimilitud en relación con la percepción directa de la obra en cuestión.

Otra forma de ironizar la sacralización de la historia del arte –y de paso, los circuitos artísticos– se evidencia también en la obra 10 metros de Renoir, 1977 (versión de Le Moulin de la Galette), donde ejerce una crítica mordaz sobre el mercado del arte. En este trabajo, González lleva a cabo una repetición serial de un esquema del cuadro francés, hasta conseguir una tela de diez metros de ancha –firmada en los orillos a manera de marca de fábrica– que se vendió por centímetros el día de la inauguración de la muestra. Con esta pintura la artista señala, por una parte, como la función de grandes fetiches occidentales –las obras maestras– es transformada en un país donde estas producciones no hacen parte de la cultura diaria. Por otra, produce un gesto subversivo al realizar una copia que adopta la figura contradictoria de “original” en serie. De esta manera, cuestiona los supuestos que por tradición se han atribuido a las grandes obras o a sus autores. Mediante la repetición serial de la pintura –que simula procesos fotográficos del diseño textil– interroga la idea de objeto único y entra en relación con otra modalidad de la cultura visual de su tiempo. Así mismo, la artista crea una situación paradójica, al reunir las ideas de original –finalmente lo que vende es su autoría y no la de Renoir– y copia, en una sola pieza, cuando simula un producto fabril, que realmente está elaborado en forma manual.

 

Beatriz González/ 10 metros de Renoir / 1977 /Óleo sobre papel

 

En el caso de la producción de González, puede entenderse por mediación, además de los procesos mecánicos, las distintas cosmovisiones de quienes producen e insertan las imágenes en determinados discursos y circuitos. En sus obras, la artista hace visible la transformación de los significados en los proceso de reproducción y circulación. Al modificar la idea de imagen única, González debilita también la posibilidad –siempre utópica– de que ésta conlleve o comunique un sentido unívoco. Así mismo, al ironizar la idea de original, Beatriz González trasciende los principios de las vanguardias e ingresa en el campo del arte contemporáneo. Con sus trabajos, formula una pregunta por el original, que en este caso se transforma en el acto de la repetición, como un eco que rebota, mientras en el desplazamiento se pierde interés por identificar el lugar de origen de la emisión, a la par que se debilita el carácter de verdad que ha querido conferirsele a los centros emisores.

 

LA PRENSA LOCAL 

 

La fotografía es un recurso técnico utilizado como herramienta de trabajo por las más diversas disciplinas y oficios. En el caso de la producción de González, el hecho de transferir al campo del arte una imagen que proviene de otro ámbito, hace visibles las coordenadas dentro de las cuales estaba inscrita: ejecutor, público y condiciones de producción. Este gesto evidencia las circunstancias socioculturales dentro de las que se produjo la imagen, ya que las desplaza de su entorno normalizante, hacia un territorio crítico.

Esta operación, así mismo, genera una mirada inquisitiva hacia la concepción tradicional de lo pictórico, a la vez que perturba los supuestos de la llamada “buena pintura”, al alterar la estética de lo bello y simplificar al máximo la configuración de planos y volúmenes, acorde con los sistemas de representación de donde toma prestadas sus imágenes.

Con la serie Los suicidas del Sisga (1965) Beatriz González inicia su producción madura. En este trabajo, la artista separa en finas capas las diversas concepciones del mundo que confluyen en la imagen: por una parte, evidencia el esquema de representación que caracteriza al fotógrafo, quien posee una escenografía y un tipo de encuadre acordes con la idea de representación que lo acompañan; así mismo, visibiliza la actitud clasificatoria de los diarios que publican el retrato en la página de crónica “roja”, ubicándolo como un drama menor, en virtud del anonimato social de los protagonistas del suceso. Por último, y aunque no posee el mayor interés para la artista en el momento de abordar la obra, el observador puede preguntarse por las intenciones de la pareja que busca perpetuar su retrato en el momento de sellar el pacto de muerte.

 

Beatriz González/ Los suicidas del Sisga III /1965 / Óleo sobre tela

 

Mediante otro juego de espejos, al elaborar esta pintura la artista está acudiendo a una mediación múltiple, ya no en el plano cognoscitivo y perceptual, sino en el proceso técnico: la imagen que toma el fotógrafo, la que edita el periódico El Espectador, la que se publica en el diario El Tiempo tomada de la reproducción que aparece en el diario anteriormente citado, y las diferentes versiones que González realiza al óleo.

Finalmente –y para continuar el seguimiento a la dinámica paradójica que genera la artista al procesar formas visuales relacionadas con la reproducción técnica a través de una conceptualización de la pintura–, el procedimiento pictórico genera un fenómeno de restitución del “aura” y convierte a esta imagen en uno de los íconos de la pintura colombiana.

Los suicidas del Sisga, es un ejemplo significativo de la forma como González examina la prensa escrita, al tomarla como un visor, o forma simbólica, que clasifica acontecimientos políticos, sociales, judiciales o culturales, a través de sus distintas secciones, con el fin de direccionar una lectura del mundo. Desde su percepción aguda, evidencia de qué manera las noticias son proyectadas –en texto e imagen– a partir de enunciaciones que corresponden con el carácter que se atribuye a los protagonistas y a los acontecimientos.

En su trabajo, parecería que las secciones de la prensa se construyen y a partir de allí, se ordena el mundo. Así, si se reseña una muerte violenta ocasionada por delincuentes comunes, el suceso se narra en las páginas de la llamada crónica “roja”, donde se hace explícito un regodeo macabro con la imagen de las víctimas y el recuento de los hechos. De esta manera, en la segunda mitad de los años sesenta, la artista trabaja una serie de pinturas y dibujos que toma de dicha sección y que denomina de acuerdo con la titulación que aparece en el periódico: Tragedia pasional: ex cabo da muerte a la esposa de su amigo y luego se suicida o Disfrazado de motorista de la circulación pero cubriendo el uniforme con una gabardina iba uno de los antisociales muertos ayer. La titulación de las obras recalca, además, la dirección que se intenta dar a la recepción de la noticia, exacerbando el sentimiento o encasillando los hechos. La construcción de esta serie de trabajos hace visible la imposibilidad de una lectura neutral u objetiva, por parte de los medios de información, y señala cómo la realidad se construye a través de la representación. Así, la mirada de esta artista, más que poseer una connotación moral, se dirige a formular preguntas que entrecruzan el campo de la estética y la epistemología.

Otra de las secciones del periódico que retoma la autora es la de las páginas sociales, colmadas en su mayoría por eventos donde participa el presidente Julio César Turbay. Este formato le permite acentuar el carácter tragicómico del gobierno de turno, en manos de un intérprete que aparece en múltiples “instantáneas”, siempre sonriendo y con un vaso de whisky en la mano.

Las series sobre Turbay constituyen un ejemplo puntual para comprender cómo Beatriz González es una de las primeras artistas que conceptualiza el grabado en Colombia. Sus obras trascienden la idea de reproducción manual a través de medios tradicionales, de manera que las fotos de las páginas sociales son tamizadas a través de diversos procedimientos técnicos, propios de la impresión comercial. A modo de ilustración, en una obra como Decoración de interiores (1981), la foto que elige del gobernante, cantando coplas mexicanas en una fiesta, es repetida en forma sucesiva a lo largo de la tela. A diferencia de la pintura 10 metros de Renoir, Decoración de interiores es una serigrafía, cuyo tamaño de 3 por 120 metros –fraccionada en diferentes piezas– la convierte en una cortina real. Más que asumir el formato de un “cuadro”, el grabado adopta el carácter de objeto, cuya índole decorativa se traslada al contenido de las imágenes que contiene.

 

Beatriz Gonález/ Decoración de interiores /1981 /Serigrafía sobre tela (cortina)

 

Por otra parte, puede aludirse la obra Zócalo de la tragedia (que trabaja una versión de Tragedia pasional y marca en forma metafórica el paso del gobierno de Turbay al de Belisario Betancur) y Zócalo de la comedia (1983) que presenta una imagen del presidente Turbay en un evento social. Estos trabajos son editados en talleres de impresión de carteles callejeros, de manera que González adopta modalidades de reproducción serial que pertenecen a campos de circulación de imágenes, ajenos a la tradición artística. En esta obra, como en las anteriores, la autora mantiene la idea de recontextualización de las imágenes mediáticas por vía de sistemas de impresión comercial. Así, si en algunas de sus pinturas restituye el aura de las imágenes impresas, con estos trabajos efectúa un deslizamiento de dichas imágenes, de manera que transforma sus coordenadas de emisión y recepción. El desplazamiento de las redes de circulación desde el periódico hacia el afiche urbano, hace visible el sabor ácido de una tragedia con visos de comedia. Con esta operación, hechos que pueden pasar desapercibidos en la prensa, son magnificados en virtud del cambio de formato de la imagen, de manera que suscitan interrogantes acerca de la normalización de situaciones anómalas.

Otra de las secciones que trabaja la artista es la de la crónica política. Si en la crónica “roja” los protagonistas de las tragedias cotidianas son seres anónimos, en la sección a que se alude, los reseñados son quienes escriben la historia oficial y comandan las tragedias colectivas. El interés en esta sección periodística como visor del país político, ocurre a mediados de los años ochenta, cuando transforma la mordacidad que dirigía hacia el gobierno de Turbay, por la crítica agria hacia la figura del presidente Belisario Betancur y de los generales que lo acompañaron durante la toma del Palacio de Justicia, en 1985. 

 A partir de fotos de prensa, Beatriz González realiza series como Los papagayos, 1986-1987 y Señor Presidente qué honor estar con Ud en este momento histórico, (1986-1987). Mediante los títulos de las obras, y a través de la sutil intervención de las fotografías, la autora evidencia tanto la aparente neutralidad de la prensa frente a hechos históricos decisivos, como los sistemas ambiguos de representación que perpetúan los espejismos del poder. La artista retoma las imágenes y las interviene a manera de las pinturas coloniales del Perú, donde las figuras bíblicas –en este caso el presidente– ocupan un lugar central y están rodeadas de un coro de ángeles y arcángeles. Pese al sarcasmo que implica el cruce de representaciones, estas obras, a diferencia de las que lleva a cabo en las décadas del sesenta y el setenta, poseen un tono severo. En este caso, la ironía adopta un carácter agrio al exacerbar los colores de los rostros y uniformes de los militares, o adopta un tono lúgubre, al oscurecer la paleta de las obras donde aparece el mandatario. Así mismo, estos trabajos se acercan a lo siniestro cuando introduce elementos inusuales sobre la mesa del gabinete presidencial, como cadáveres calcinados o coronas funerarias. 

 

PINTURAS OBJETUALES

 

Los pintores colombianos que consolidan su producción en los años cincuenta (Alejandro Obregón, Fernando Botero y Enrique Grau, entre otros) reflexionan alrededor de la posibilidad de generar una modalidad peculiar de pintura moderna a partir de un contexto diferente al de los países hegemónicos. Es así como sus trabajos nunca dejan de preguntarse por el referente contextual, a diferencia de lo que ocurrió en los años cuarenta y comienzos de los cincuenta en los Estados Unidos, donde la pintura adoptó un carácter purista y autorreferencial. En Colombia, la generación a que se alude, así como los críticos que acompañaron a estos artistas, lograron una independencia del arte frente a una normatividad externa, tanto en lo que se refiere a una tiranía del canon o del deber ser, como frente a la injerencia de la Iglesia y el Estado en la valoración y la circulación de las obras.

Beatriz González toma estos hallazgos como puntos de partida y comienza a preguntarse por la naturaleza de la imagen y de la representación –como se ha observado hasta el momento–, a la par que inicia una investigación acerca de los límites del arte. En la medida en que encuentra un campo configurado de acuerdo con las condiciones y posibilidades locales, puede comenzar a preguntarse por el carácter de esos límites que se han esbozado. La pintora, entonces, conserva y vulnera, en forma simultánea, esa particular autonomía.

De esta manera, González perturba lo que hasta ese momento se llama “pintura-pintura”, e incorpora en sus trabajos el uso de formas, colores y soportes propios de los contextos culturales a los que alude. Igualmente, el acercamiento al universo de las imágenes que provienen de territorios diferentes a la historia del arte, así como a los códigos de sensibilidad y representación que los singularizan, le permite transgredir los límites del arte, de manera que su trabajo entabla diálogo con expresiones propias de subgrupos cuya cultura visual ha sido ubicada en un lugar de exclusión con relación a las manifestaciones del arte moderno.

Si la artista ha reformulado la idea de grabado, con la elaboración de sus muebles conceptualiza la noción de “pintura”. En estos trabajos, toma muebles caseros –comprados o encargados– y les adiciona motivos que hacen referencia a la función que se les atribuye comúnmente. Para ello acude a la iconografía religiosa como en el caso de Salomé (1974) donde aparece la mujer bíblica portando la cabeza de Juan Bautista en una bandeja. La representación de la escena tiene como soporte una gran bandeja que parece provenir de un comedor comunal.

 

Beatriz González/ Salomé /1974 /Esmalte sobre lámina de metal ensamblada en mueble metálico

 

Dentro de la iconografía del arte religioso estaría también la obra Naturaleza casi muerta (1970) que da origen a su conocida serie de muebles. En esmalte sobre lata, la artista pinta una versión del señor de Monserrate –caído– y lo ensambla, a manera de colchón, en una cama metálica que adquiere en un pasaje comercial donde se venden productos artesanales. Así mismo, en otros trabajos procesa imágenes que provienen de una pintura de corte histórico, del siglo xix, y las inserta en otra cama; en este caso se trata de Mutis por el foro (1973) donde se plasma el momento de la muerte de Bolívar, pintado originalmente por Pedro Quijano.

 

Beatriz González/ Naturaleza casi muerta /1970 /Esmalte sobre lámina de metal ensamblada en mueble metálico

 

Al trabajar con elementos que carecen de una neutralidad modernista, –esmalte y lata– y entrecruzarlos con objetos que están cargados de connotaciones específicas, la artista trasciende los soportes y las técnicas tradicionales, y expande su pensamiento pictórico a los terrenos de la tercera dimensión. La artista reivindica sus muebles como pinturas, más que como esculturas, y en este sentido retrotrae a la pintura del marco, a la vez que se pregunta por los supuestos de este medio, para proceder a resignificarlos. Así, en sus muebles disocia el formato de la idea de bastidor; transforma el espacio ilusionista del Renacimiento en espacio experiencial; desliga la concepción del pigmento de la noción de óleo o acrílico, y transforma el pincel en brocha de artesano. Así mismo, cuestiona la idea de originalidad, al transmutar imágenes creadas por otros, a la par que deja en entredicho la idea de autoría, al trabajar con objetos que han sido elaborados por otros, en forma artesanal o industrial. En estos trabajos, la pintura se convierte en una forma de pensamiento o en una práctica artística, más que en una técnica. La identidad de la pintura, como algo inmutable y ya dado, comienza a adquirir un carácter mutable, que se construye en el mismo ejercicio de la producción de las obras.

Por último, puede afirmarse que la producción de esta pintora admite la aproximación de un observador desprevenido o ajeno al entorno local, y al mismo tiempo ofrece múltiples connotaciones de tipo contextual, que cargan de matices la lectura de sus pinturas. En su trabajo, entonces, conviven tensiones entre lo general y lo particular o lo global y lo local, así como planteamientos que validan a la par que cuestionan los supuestos del arte moderno.

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